
¿No se nos ordena orar, además, debido a nuestra frecuente incredulidad? La incredulidad murmura: "¿Qué provecho tiene el que busque al Señor en tal y tal cosa? Sea algo muy trivial, o demasiado relacionado con cosas temporales, o una cuestión en torno a la cual has pecado demasiado, o algo demasiado elevado, demasiado difícil, una cuestión demasiado complicada, ¡no tienes derecho a poner eso delante de Dios!" Esto es lo que sugiere desde el infierno el enemigo inmundo. Por eso permanece escrito como un precepto para todos los días y apropiado para cada caso en que pueda verse envuelto un cristiano: "Clama a mí...clama a mí." ¿Estás enfermo? ¿Quieres ser sanado? ¡Clama a mí, porque soy el Gran Médico! ¿Te turba la providencia? ¿Temes que no podrás sostenerte con honestidad delante de los hombres? ¡Clama a mí! ¿Te provocan disgustos tus hijos? ¿Estás sintiendo aquello que es más agudo que los dientes de una víbora, la ingratitud de tu hijo? ¡Clama a mí! ¿Son tus penas pocas pero dolorosas, como pequeñas puntas y aguijonazos de espinas? ¡Clama a mí! ¿Es tu carga pesada, tanto que parece que tus espaldas cederán bajo ella? ¡Clama a mí! "Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará; no dejará para siempre caído al justo."
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