Un emocionante relato de sanidad a través de ministerio de Kathryn Kulhman
Pude escuchar la voz del médico: “Lo sospechaba. Ahora estoy seguro: esclerosis múltiple” ¿Dónde más puede dirigirse uno cuando su cuerpo está cayendo a pedazos? ¿A la iglesia? Mi iglesia decía que creía en milagros, pero ninguno ocurría, jamás había visto uno.
No solo era el dolor de la enfermedad lo que me estaba matando, sino que era la oscuridad de la depresión y la soledad. En los meses siguientes me deslicé más y más hacia el pozo oscuro de la desesperación. Sabía que la enfermedad era incurable. Mi esposo Ang gastaba cada centavo que ganaba solo para mantenerme viva. Mis viejos amigos que venían a visitarme lentamente se retiraron. ¿Quién podía tener alguna posibilidad de disfrutar al visitar a alguien que estaba tan torcido y distorsionado, y ahora, incapaz de ver o de hablar claramente, que como mucho se arrastraba alrededor sobre muletas y expresaba palabras indescifrables?
Además, como sucede con muchos enfermos, me volví amarga y resentida. Aún cuando Ang trataba de alegrarme, yo lo rechazaba con respuestas negativas.
Semilla de fe
Era una tarde de enero cuando Ang llamó al sacerdote de nuestra iglesia cercana San Juan Vianney, en Walnut Creek. Yo había estado en el diván todo el día, convulsionándome y quejándome de dolor.
Respirar se había vuelto más difícil y parecía como si cada latido de mi corazón iba a ser el último. El sacerdote me dio la comunión y luego me ungió con aceite.
“No creo que vaya a salir de esto”, le susurró a Ang mientras salían. Di vuelta mi cara hacia el respaldo del sofá y lloré suavemente. Sentía que ahora ¡Dios mismo había pronunciado la sentencia de muerte!
Fue durante este tiempo de profunda depresión que Helen Smith y otra amiga vinieron a visitarme al hospital.
Mientras estaba allí, Helen preguntó: “¿Te importaría si oro por ti?” Miré a Ang confundida. Él simplemente se encogió de hombros mientras Helen ponía sus manos sobre mi estómago y comenzaba a orar suavemente. Sus ojos estaban cerrados, el rostro inclinado. Sus labios se movían quietamente, expresaba palabras que yo no podía entender. Parecía haber un suave brillo a su alrededor como si una luz brillara desde el techo. Mientras oraba, la parte grande y pequeña de mi talón se sacudieron, y desde lejos escuché el sonido de una música. Todo había estado tan distorsionado por tanto tiempo... sin embargo, esta música era clara, hermosamente clara. Era misteriosa, pero armónica, era el sonido de un hermoso coro acompañado por una melodía suave de instrumentos de cuerdas. Puse mi mano sobre el oído sordo y exclamé: – Oh, Ang, ¡escucho música! Suena como un coro hermoso. Él movió sus labios nerviosamente y se pasó las manos a través de los mechones de cabello blanco que caían sobre sus oídos.
– Oh, Marion, tal vez...
– No, Ang, seriamente –dije con énfasis–.
– Escucho cantar a un coro. No conozco la canción, pero es muy bella.
Era como si una radio se hubiera prendido en mi oído, pero me resultaba imposible describir la belleza de la hermosa música a aquellos que me rodeaban. Ang pensó que me moría y tenía alucinaciones. Como el doctor le había dicho que solamente era cuestión de tiempo...
La cara de Helen estaba radiante mientras decía:
– Oh, dulce, vas a ser sanada. Yo lo sé.
Ella y Ang hablaron tranquilamente por unos pocos momentos antes de que Helen se fuera, pero yo me quedé atrapada con el sonido del coro. Puse mi cabeza de nuevo en la almohada y escuché, sin preocuparme del origen. Salí del hospital dos semanas después. El doctor le dijo a Ang que no había nada más que hacer y que era mejor que fuera a pasar mis últimos días en casa. Tres días después llegué a casa, y recibí una notita de Helen invitándome a una reunión de Kathryn Kuhlman.
Cinco días después, el 28 de julio, recibimos otra nota.
Queridos Marion y Ángelo:
La reunión de Kathryn Kuhlman es en el Coliseo, el martes 30 de julio. Espero que se sientan como para ir. Planifiquen para llegar allí a las 15:30 y los ayudarán a entrar. Después estará terriblemente lleno. Nunca podrán ubicarse si van más tarde. Amor y oraciones.
Helen.
Sacudí mi cabeza y puse la nota sobre la mesa. Luego de diecisiete años de sufrimiento y de total fracaso de los médicos para encontrar cura para mi condición, sanarme en una reunión de milagros era mucho más de lo que pudiera entender.
– No voy a ir –le dije a Ang. – Helen no se da cuenta lo difícil que es para mí trasladarme.
A la tarde siguiente, lunes 29, sonó el teléfono. Era Helen. Escuché a Ang decir:
– Sí , Helen, me tomaré el día para llevar a Marion a la reunión. Cuando cortó, comencé a llorar.
– Por favor, Ang, no quiero ir. Hemos atravesado tantas cosas ya. ¿Por qué pasar por esto?
– Ang me dijo que no me preocupara, que hablaríamos a la mañana. Pero, insistí: – Nunca hemos estado en un servicio protestante antes, Ang... y no quiero ir.
El día siguiente fue el peor de mi vida. Estaba más torcida que nunca. El dedo pulgar de mi mano izquierda estaba doblado hacia atrás de mi mano. Mis manos se veían como garras y me sacudía como un vibrador. Aún antes de que saliera de la cama, me tomé tres pastillas para el dolor, pero no me hicieron efecto.
– ¡No iré! –grité.
Ang estaba firme.
– No tenemos nada que perder, dulce. Vamos a ver de qué se trata.
Ang intentó vestirme, pero todas mis ropas parecían sofocarme. Finalmente, me puso un pijama y me cubrió los hombros con un sweater suave y blanco.
El viaje al Coliseo fue horrible. Lloré todo el camino, rogándole a Ang que me llevara de regreso a casa. Cuando llegamos, una de las ujieres intentó ayudar a Ang con mi silla de ruedas y yo estallé.
– Oh, no me toque, ¡por favor, no me toque!, solo quiero que me cuide mi esposo.
Ella se retiró y se quedó a un lado, impotente, mientras Ang trataba de calmarme.
– No te van a lastimar –me dijo.
Finalmente, nos ubicamos en el enorme Coliseo rodeados de otros en sillas de ruedas y en camillas. Ang estaba a un lado mío y un joven, de tal vez quince, al otro lado.
Este estaba sentado cerca de su padre, que también se hallaba en silla de ruedas. El Coliseo se llenaba rápidamente y el coro ensayaba en la plataforma. Pronto, cada asiento disponible estuvo ocupado.
Todo alrededor de nosotros, ocupado por personas en sillas de ruedas y en camillas. Yo no podía comprender el enorme sufrimiento humano que se había reunido en aquel lugar. Sin embargo, algo más estaba presente, algo intangible: esperanza.
Todos, o por lo menos casi todos, parecían tener un resplandor de esperanza en su rostro. Era como si cada persona estaba esforzándose para que algún tipo de mano invisible los alcanzara aquí abajo y los tocara.
Mi corazón estaba dolido por ellos y comencé a orar, pedía al Señor que los ayudara.
De pronto, el coro comenzó a cantar nuevamente. Esta vez la gran multitud se les unió. ¡Esa canción! Era la misma que había venido una y otra vez a mi cabeza.
– ¡Ang! –le grité– es la canción de mi cabeza, es la misma canción, ¡es el mismo coro!
Ang me hizo una débil sonrisa para apaciguarme, se dio vuelta y le preguntó a una mujer cerca de él:
¿Cuál es el nombre de esa canción?
– ¿No conoce usted la canción cristiana más popular del mundo? –le preguntó–. Se llama “¡Cuán grande es Él!”
Todos los que estaban alrededor de mí parecían tener los brazos en alto mientras cantaban. Me pregunté: “De cualquier manera, ¿qué tipo de reunión es esta?” Miré hacia atrás a Ang y aún con mi doble visión, pude ver que también tenía sus brazos en alto.
Yo quería gritar. Todos parecían tan felices –aún los que estaban en sillas de ruedas–; sin embargo, me sentía miserable y profundamente confusa.
Sentí la mano de Ang sobre mi brazo:
Aquí viene ella. Esta debe ser Kathryn Kuhlman.
Ella presentó a ciertos invitados. Contó unas pocas historias. Hubo más canciones y luego comenzó a hablar. Para mí los sonidos estaban todos mezclados. La única palabra que escuché normalmente fue “Biblia”.
De pronto, mis rodillas comenzaron a temblar. Traté de agarrarlas con mis manos para calmar la vibración, pero era demasiado. Las cosas sucedían muy rápidamente. Mis pies eran empujados fuera de los apoyapiés de la silla de ruedas y presionaban contra el piso. Parecía como si dos grandes fuerzas estuvieran trabajando dentro de mi cuerpo: una empujaba para abajo y otra para arriba. Sentí como que me levantaban, pero la fuerza hacia abajo era demasiado grande y me caí hacia atrás de la silla.
Ang estaba alarmado con mis movimientos y dijo:
– Marion, ¿qué sucede? ¿Qué te pasa? No podía responder, porque estaba literalmente siendo empujada hacia arriba y abajo de mi silla de ruedas. Era como si las cadenas que me habían atado de pronto se rompían. ¡Estaba parada! ¡De pie! Y mientras estaba de pie, mi mano retorcida se puso derecha. No podía creer lo que veía: ¡mi mano estaba derecha y normal! ¡Y estaba de pie!
Tan pronto como me había parado, comencé a caminar. No sabía a dónde iba o por qué, pero estaba en camino. Pasé el pasillo hacia la plataforma. Ang, en un estado de conmoción, me seguía de cerca.
Lo siguiente que recuerdo fue la firme voz de Kathryn Kuhlman.
– ¡Estás sana, querida! Camina y atraviesa el estrado –dijo.
Y entonces me di cuenta de que caminaba hacia adelante y hacia atrás, algunas veces casi corría, frente a miles de personas. Mientras Ang se acercaba al micrófono, la señorita Kuhlman comenzó a orar, pero antes que dijera nada, mi Ang estaba “¡derribado” en el poder del Espíritu Santo! Por supuesto, no me di cuenta de lo que sucedía, pero ¡oh, qué glorioso despertar el Señor tenía guardado para todos nosotros!
Yo estaba ocupada en probar mis nuevos brazos y piernas cuando Kathryn se dio vuelta hacia mí y antes que supiera lo que sucedía, me había unido a Ang: yo también caí bajo el poder del Espíritu Santo. La paz y serenidad que vino sobre mí fue indescriptible. Tomé conciencia de la realidad de Jesucristo y ¡parecía como si era bañada en el amor de Dios!
¡Dios era real! ¡Había venido a mí! Me amaba lo suficiente para ministrarme personalmente y, gloria de todas las glorias, ¡para llenarme con su hermoso Espíritu Santo!
Tomado del libro: Nunca es demasiado tarde, de Kathryn Kuhlman, Editorial Peniel.
Pude escuchar la voz del médico: “Lo sospechaba. Ahora estoy seguro: esclerosis múltiple” ¿Dónde más puede dirigirse uno cuando su cuerpo está cayendo a pedazos? ¿A la iglesia? Mi iglesia decía que creía en milagros, pero ninguno ocurría, jamás había visto uno.
No solo era el dolor de la enfermedad lo que me estaba matando, sino que era la oscuridad de la depresión y la soledad. En los meses siguientes me deslicé más y más hacia el pozo oscuro de la desesperación. Sabía que la enfermedad era incurable. Mi esposo Ang gastaba cada centavo que ganaba solo para mantenerme viva. Mis viejos amigos que venían a visitarme lentamente se retiraron. ¿Quién podía tener alguna posibilidad de disfrutar al visitar a alguien que estaba tan torcido y distorsionado, y ahora, incapaz de ver o de hablar claramente, que como mucho se arrastraba alrededor sobre muletas y expresaba palabras indescifrables?
Además, como sucede con muchos enfermos, me volví amarga y resentida. Aún cuando Ang trataba de alegrarme, yo lo rechazaba con respuestas negativas.
Semilla de fe
Era una tarde de enero cuando Ang llamó al sacerdote de nuestra iglesia cercana San Juan Vianney, en Walnut Creek. Yo había estado en el diván todo el día, convulsionándome y quejándome de dolor.
Respirar se había vuelto más difícil y parecía como si cada latido de mi corazón iba a ser el último. El sacerdote me dio la comunión y luego me ungió con aceite.
“No creo que vaya a salir de esto”, le susurró a Ang mientras salían. Di vuelta mi cara hacia el respaldo del sofá y lloré suavemente. Sentía que ahora ¡Dios mismo había pronunciado la sentencia de muerte!
Fue durante este tiempo de profunda depresión que Helen Smith y otra amiga vinieron a visitarme al hospital.
Mientras estaba allí, Helen preguntó: “¿Te importaría si oro por ti?” Miré a Ang confundida. Él simplemente se encogió de hombros mientras Helen ponía sus manos sobre mi estómago y comenzaba a orar suavemente. Sus ojos estaban cerrados, el rostro inclinado. Sus labios se movían quietamente, expresaba palabras que yo no podía entender. Parecía haber un suave brillo a su alrededor como si una luz brillara desde el techo. Mientras oraba, la parte grande y pequeña de mi talón se sacudieron, y desde lejos escuché el sonido de una música. Todo había estado tan distorsionado por tanto tiempo... sin embargo, esta música era clara, hermosamente clara. Era misteriosa, pero armónica, era el sonido de un hermoso coro acompañado por una melodía suave de instrumentos de cuerdas. Puse mi mano sobre el oído sordo y exclamé: – Oh, Ang, ¡escucho música! Suena como un coro hermoso. Él movió sus labios nerviosamente y se pasó las manos a través de los mechones de cabello blanco que caían sobre sus oídos.
– Oh, Marion, tal vez...
– No, Ang, seriamente –dije con énfasis–.
– Escucho cantar a un coro. No conozco la canción, pero es muy bella.
Era como si una radio se hubiera prendido en mi oído, pero me resultaba imposible describir la belleza de la hermosa música a aquellos que me rodeaban. Ang pensó que me moría y tenía alucinaciones. Como el doctor le había dicho que solamente era cuestión de tiempo...
La cara de Helen estaba radiante mientras decía:
– Oh, dulce, vas a ser sanada. Yo lo sé.
Ella y Ang hablaron tranquilamente por unos pocos momentos antes de que Helen se fuera, pero yo me quedé atrapada con el sonido del coro. Puse mi cabeza de nuevo en la almohada y escuché, sin preocuparme del origen. Salí del hospital dos semanas después. El doctor le dijo a Ang que no había nada más que hacer y que era mejor que fuera a pasar mis últimos días en casa. Tres días después llegué a casa, y recibí una notita de Helen invitándome a una reunión de Kathryn Kuhlman.
Cinco días después, el 28 de julio, recibimos otra nota.
Queridos Marion y Ángelo:
La reunión de Kathryn Kuhlman es en el Coliseo, el martes 30 de julio. Espero que se sientan como para ir. Planifiquen para llegar allí a las 15:30 y los ayudarán a entrar. Después estará terriblemente lleno. Nunca podrán ubicarse si van más tarde. Amor y oraciones.
Helen.
Sacudí mi cabeza y puse la nota sobre la mesa. Luego de diecisiete años de sufrimiento y de total fracaso de los médicos para encontrar cura para mi condición, sanarme en una reunión de milagros era mucho más de lo que pudiera entender.
– No voy a ir –le dije a Ang. – Helen no se da cuenta lo difícil que es para mí trasladarme.
A la tarde siguiente, lunes 29, sonó el teléfono. Era Helen. Escuché a Ang decir:
– Sí , Helen, me tomaré el día para llevar a Marion a la reunión. Cuando cortó, comencé a llorar.
– Por favor, Ang, no quiero ir. Hemos atravesado tantas cosas ya. ¿Por qué pasar por esto?
– Ang me dijo que no me preocupara, que hablaríamos a la mañana. Pero, insistí: – Nunca hemos estado en un servicio protestante antes, Ang... y no quiero ir.
El día siguiente fue el peor de mi vida. Estaba más torcida que nunca. El dedo pulgar de mi mano izquierda estaba doblado hacia atrás de mi mano. Mis manos se veían como garras y me sacudía como un vibrador. Aún antes de que saliera de la cama, me tomé tres pastillas para el dolor, pero no me hicieron efecto.
– ¡No iré! –grité.
Ang estaba firme.
– No tenemos nada que perder, dulce. Vamos a ver de qué se trata.
Ang intentó vestirme, pero todas mis ropas parecían sofocarme. Finalmente, me puso un pijama y me cubrió los hombros con un sweater suave y blanco.
El viaje al Coliseo fue horrible. Lloré todo el camino, rogándole a Ang que me llevara de regreso a casa. Cuando llegamos, una de las ujieres intentó ayudar a Ang con mi silla de ruedas y yo estallé.
– Oh, no me toque, ¡por favor, no me toque!, solo quiero que me cuide mi esposo.
Ella se retiró y se quedó a un lado, impotente, mientras Ang trataba de calmarme.
– No te van a lastimar –me dijo.
Finalmente, nos ubicamos en el enorme Coliseo rodeados de otros en sillas de ruedas y en camillas. Ang estaba a un lado mío y un joven, de tal vez quince, al otro lado.
Este estaba sentado cerca de su padre, que también se hallaba en silla de ruedas. El Coliseo se llenaba rápidamente y el coro ensayaba en la plataforma. Pronto, cada asiento disponible estuvo ocupado.
Todo alrededor de nosotros, ocupado por personas en sillas de ruedas y en camillas. Yo no podía comprender el enorme sufrimiento humano que se había reunido en aquel lugar. Sin embargo, algo más estaba presente, algo intangible: esperanza.
Todos, o por lo menos casi todos, parecían tener un resplandor de esperanza en su rostro. Era como si cada persona estaba esforzándose para que algún tipo de mano invisible los alcanzara aquí abajo y los tocara.
Mi corazón estaba dolido por ellos y comencé a orar, pedía al Señor que los ayudara.
De pronto, el coro comenzó a cantar nuevamente. Esta vez la gran multitud se les unió. ¡Esa canción! Era la misma que había venido una y otra vez a mi cabeza.
– ¡Ang! –le grité– es la canción de mi cabeza, es la misma canción, ¡es el mismo coro!
Ang me hizo una débil sonrisa para apaciguarme, se dio vuelta y le preguntó a una mujer cerca de él:
¿Cuál es el nombre de esa canción?
– ¿No conoce usted la canción cristiana más popular del mundo? –le preguntó–. Se llama “¡Cuán grande es Él!”
Todos los que estaban alrededor de mí parecían tener los brazos en alto mientras cantaban. Me pregunté: “De cualquier manera, ¿qué tipo de reunión es esta?” Miré hacia atrás a Ang y aún con mi doble visión, pude ver que también tenía sus brazos en alto.
Yo quería gritar. Todos parecían tan felices –aún los que estaban en sillas de ruedas–; sin embargo, me sentía miserable y profundamente confusa.
Sentí la mano de Ang sobre mi brazo:
Aquí viene ella. Esta debe ser Kathryn Kuhlman.
Ella presentó a ciertos invitados. Contó unas pocas historias. Hubo más canciones y luego comenzó a hablar. Para mí los sonidos estaban todos mezclados. La única palabra que escuché normalmente fue “Biblia”.
De pronto, mis rodillas comenzaron a temblar. Traté de agarrarlas con mis manos para calmar la vibración, pero era demasiado. Las cosas sucedían muy rápidamente. Mis pies eran empujados fuera de los apoyapiés de la silla de ruedas y presionaban contra el piso. Parecía como si dos grandes fuerzas estuvieran trabajando dentro de mi cuerpo: una empujaba para abajo y otra para arriba. Sentí como que me levantaban, pero la fuerza hacia abajo era demasiado grande y me caí hacia atrás de la silla.
Ang estaba alarmado con mis movimientos y dijo:
– Marion, ¿qué sucede? ¿Qué te pasa? No podía responder, porque estaba literalmente siendo empujada hacia arriba y abajo de mi silla de ruedas. Era como si las cadenas que me habían atado de pronto se rompían. ¡Estaba parada! ¡De pie! Y mientras estaba de pie, mi mano retorcida se puso derecha. No podía creer lo que veía: ¡mi mano estaba derecha y normal! ¡Y estaba de pie!
Tan pronto como me había parado, comencé a caminar. No sabía a dónde iba o por qué, pero estaba en camino. Pasé el pasillo hacia la plataforma. Ang, en un estado de conmoción, me seguía de cerca.
Lo siguiente que recuerdo fue la firme voz de Kathryn Kuhlman.
– ¡Estás sana, querida! Camina y atraviesa el estrado –dijo.
Y entonces me di cuenta de que caminaba hacia adelante y hacia atrás, algunas veces casi corría, frente a miles de personas. Mientras Ang se acercaba al micrófono, la señorita Kuhlman comenzó a orar, pero antes que dijera nada, mi Ang estaba “¡derribado” en el poder del Espíritu Santo! Por supuesto, no me di cuenta de lo que sucedía, pero ¡oh, qué glorioso despertar el Señor tenía guardado para todos nosotros!
Yo estaba ocupada en probar mis nuevos brazos y piernas cuando Kathryn se dio vuelta hacia mí y antes que supiera lo que sucedía, me había unido a Ang: yo también caí bajo el poder del Espíritu Santo. La paz y serenidad que vino sobre mí fue indescriptible. Tomé conciencia de la realidad de Jesucristo y ¡parecía como si era bañada en el amor de Dios!
¡Dios era real! ¡Había venido a mí! Me amaba lo suficiente para ministrarme personalmente y, gloria de todas las glorias, ¡para llenarme con su hermoso Espíritu Santo!
Tomado del libro: Nunca es demasiado tarde, de Kathryn Kuhlman, Editorial Peniel.
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