LA ENTREGA



Hace mucho tiempo, en las montañas de los Andes, había una aldea indígena que se hallaba en grave peligro. No había llovido por muchos meses. Muchos estaban a punto de morir de hambre. Y a última hora habían visto espías enemigos en los alrededores. El fin se aproximaba.
El rostro del cacique mostraba su gran preocupación. Él, usualmente un hombre de pocas palabras, dijo:
—Los dioses están muy enojados.
¡Si tan sólo viniera “El Capitán”! “El Capitán” aún vivía en las historias de la gente. Cuando él y sus hombres pasaban por la aldea, hasta los animales fieros aparecían muertos en la plaza. Los niños secuestrados aparecían a media noche, contando historias de la valentía increíble de sus rescatadores. Los ladrones desaparecían; nunca más se oía de ellos.
Una noche ya muy tarde, apareció en la presencia del cacique un sacerdote de los incas.
—Los dioses están muy enojados —dijo el sacerdote. El cacique inclinó la cabeza.
Esta noche tendremos que hablar de hacer un sacrificio. Reúna a la gente en la plaza a la puesta del sol. —Sacudiendo su capucha adornada de cuernos, el sacerdote se marchó.
La luna salió tarde esa noche mientras la gente esperaba en la plaza. Estaba muy oscuro. Una lámpara vieja humeaba, exponiendo unas sombras misteriosas en el velo oscuro que colgaba entre dos árboles a la orilla del bosque. Nadie hablaba.
El sacerdote salió de detrás del velo:
—Hombres de esta aldea —sus palabras eran serias, y hablaba despacio—. Es un día muy malo. Los dioses exigen un sacrificio. Algunos hombres tienen que morir esta noche. Los dioses piden diez de sus hombres más valientes para que se den en sacrificio, y así se salve la aldea. El cacique quedó boquiabierto de horror, pero pronto se controló. Nadie decía nada.
—¿Quién va a ser el primero? —exclamó el sacerdote, mientras sacudía su capucha adornada de cuernos y sacaba su cuchillo grande—. ¿Quién irá detrás del velo conmigo?
Silencio. Al fin el hijo del cacique se adelantó y se inclinó delante de su padre.
—¡No! —gritó su madre. El cacique levantó la mano, y pidió silencio.
—Padre —dijo el joven—, usted me ha enseñado a guiar al pueblo con el ejemplo. Yo iré primero.
El cacique no dijo nada, pero su cabeza se inclinó más.
El muchacho se levantó, se irguió, y siguió al sacerdote detrás del velo. Los jóvenes temblaban al ver al príncipe desaparecer detrás de aquel velo negro. Se vio un brillo de metal por encima del velo. Entonces se oyó un crujir cuando el cuchillo dio contra la carne y el hueso. Sangre fluyó de debajo del velo. Las jóvenes sollozaban. El sacerdote salió de nuevo; sangre goteaba de su cuchillo:
—¿El próximo? Tienen que morir nueve más.
Un padre joven se adelantó:
—Moriré si me ofrezco, pero moriré también si no lo hago —dijo—, quizá si me muero hoy, vivirá mi familia. Su esposa lloraba desconsolada. Él también desapareció con el sacerdote detrás del velo. El cuchillo bajó. La sangre fluyó. El sacerdote volvió solo. Diez veces el cuchillo se alzó. Diez veces fluyó la sangre. Pasaron jóvenes y viejos.
—Es suficiente —dijo el sacerdote—. Hagan luto esta noche; la liberación vendrá en la mañana. Vuelvan a sus chozas. Al amanecer, entierren a los muertos en un solo hoyo. Luego de haber dicho aquello, desapareció.
Muy tarde esa noche, un muchacho menos temeroso que los demás, entró silenciosamente a la plaza y miró detrás del velo. Había diez ovejas con sus gargantas cortadas. A lo lejos, once hombres apurados cruzaban la colina, penetrando el territorio enemigo.
—Conforme ustedes dispusieron, esta noche ustedes son hombres muertos —decía “El Capitán”—. Ustedes ya no tienen una voluntad propia. De ahora en adelante todas sus órdenes vienen de mí. Deben hacer exactamente como yo diga. Nunca deben titubear o dudar.
Ésta es la leyenda de “El Capitán”.
Esperamos sangre, sudor, y lágrimas de los soldados. Ellos están dispuestos a pagar hasta el último precio, si fuera necesario hasta su propia vida, por la patria.
¿Es de extrañarse que los seguidores de Cristo paguen el mismo precio? “Así que, hermanos, os ruego ... que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo” (Romanos 12.1).
Te estamos recomendando una entrega total a Jesucristo. Pero no vamos a tapar los costos. Te los vamos a presentar desde el principio.
Entregarse a una causa siempre lleva un precio. Así es en el reino de Dios y de esa manera es también en los reinos de los hombres. Muchas veces el éxito de un proyecto depende de la entrega de la gente que lo apoyan, y del precio que están dispuestos a pagar para que funcione.
Sabemos que Jesús hizo lo último por nosotros para salvarnos. Y ese amor tan inmenso demanda una entrega igual de parte de nosotros. “El discípulo no es más que su maestro” (Mateo 10.24).
“Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios” (1 Corintios 6.20).

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