Demos gracias por las pruebas



Por David MacIntyre

“Las pruebas endulzan la promesa;
Las pruebas dan nueva vida a la oración;
Las pruebas me traen a sus pies, en adoración y me mantienen allí.”

Demos gracias a Dios por nuestras pruebas. Moramos, quizá, en una tierra angosta. Pero, como el jardín de Emanuel Kant, “su altura es sin fin”. El aire es fresco y brilla el sol. El invierno es frío, pero manso. Con la primavera viene el canto de los pájaros y se abren y dan su fragancia las flores. Y si, aun en el verano, el aire está frío, siempre está la sonrisa de Dios que da salud. Por otra parte, cuán cierta es la afirmación de Agustín: “Las riquezas terrenales están llenas de pobreza”. La abundancia de grano y vino nunca satisfarán al alma hambrienta. La púrpura y el lino fino probablemente escondan una vida en harapos. El toque estruendoso de la trompeta de la fama no puede apagar las discordancias del espíritu. La mejor noche que jamás pasó Jacob fue aquella cuando tuvo una roca por almohada y los cielos como cortinado de su tienda. Cuando a Job lo despreciaron jóvenes, cuyos padres él ni hubiera sumado a los perros de su manada, fue hecho un espectáculo para los ángeles y fue el tema de su admiración y gozo. El fracaso que Adán tuvo en el Paraíso, el Redentor quitó en la desolación del desierto y en la angustia de su pasión. La cruz que somos llamados a cargar puede ser pesada, pero no la tenemos que cargar lejos. Y cuando Dios nos ordena que la dejemos, empieza el cielo.
Crisóstomo, camino al destierro, exclamó: “Gracias a Dios por todo.” Si lo imitamos nunca tendremos un día malo. Alejandro Simson, famoso pastor escocés que vivió hace doscientos años, un día salió a caminar, se cayó y rompió la pierna. Lo encontraron “sentado con su pierna rota en el brazo, y exclamando sin parar: ‘Bendito se al Señor; bendito sea su nombre.’” Y en realidad fue sabio, ya que todas las cosas ayudan a bien a los que aman a Dios. Richard Baxter encontró razón para bendecir a Dios por la disciplina del dolor que soportó durante treinta y cinco años. Y Samuel Rutherford exclama: “¡Oh, cuánto le debo al horno, a la lima y al martillo de mi Señor Jesús!”

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