¿QUIERES EL MUNDO PARA CRISTO?


POR WILLIAM MC DONALD

Dios nos ha llamado a dominar el mundo. No fue su intención que naciéramos hombres y muriéramos almaceneros. Su propósito no fue que ocupáramos nuestra vida siendo oficiales de empresas intrascendentes.
Cuando Dios creó al hombre, le dio dominio sobre la tierra. Le coronó de gloria y honra y puso todas las cosas bajo sus pies. El hombre fue investido de dignidad y soberanía poco menos que los ángeles. Cuando Adán pecó, perdió el dominio que había sido suyo por decreto divino. En vez de ejercer una supremacía indiscutible, gobernó en forma inestable sobre un reino incierto.
“El verdadero imperialismo constituye un imperio por la soberanía espiritual y moral; atracción y dominio por la fascinante radiancia de una vida pura y santificada”. “Este es nuestro mandato: Que unjamos hombres en el nombre de Cristo para una vida real, para que sean soberanos sobre el yo, para servir en el reino”.
Es una tragedia que muchos en el día de hoy no han podido comprender la alta dignidad de nuestro llamamiento. Estamos contentos con pasar los años congratulando las bajezas, o destacándonos en cosas sin importancia. Nos arrastramos en vez de volar. Pocos han tenido la visión de pedir países para Cristo.
Spurgeon fue una excepción. Escribió el siguiente mensaje a su hijo: “No me gustaría que tú, siendo llamado por Dios para ser misionero, mueras millonario. No me gustaría que siendo apto para ser misionero fueras coronado rey.
¿Qué son los reyes, los nobles, las diademas, todo junto, cuando los comparas con la dignidad de ganar almas para Cristo, con el honor especial de edificar para Cristo, no sobre el fundamento de otro hombre, sino predicando el Evangelio de Cristo en regiones lejanas?”
Otra excepción fue Juan Mott. Cuando el Presidente Coolidge le pidió que fuera embajador en Japón, Mott contestó: “Señor Presidente, desde que Dios me llamó para ser Su embajador, ya no tengo oídos para otros llamamientos”.
Hay otra excepción: “Cuando la Standard Oil Co. buscaba un hombre en el Lejano Oriente, escogieron un misionero para que fuera su representante. Le ofrecieron 10,000 dólares al año, y él rehusó. Veinticinco mil. Rehusó. Cincuenta mil. Nuevamente rechazó. Ellos le preguntaron: “¿Qué hay de malo?” Él les contestó: “Su precio es muy bueno, pero el trabajo insignificante. Dios me ha llamado para que sea misionero”.
El llamamiento del cristiano es el más noble y si lo comprendemos, nuestra vida tendrá más altura. Ya no hablaremos de nosotros mismos como “llamados a ser plomeros”, o médicos, o dentistas. Seremos uno de aquellos que ha sido llamados a ser apóstol de Jesucristo, y todo lo demás sea solamente el medio por el cual obtenemos el sustento. Nos sentiremos llamados a predicar el Evangelio a toda criatura, a hacer discípulos de entre todas las naciones, a evangelizar el mundo.
¿Dices que es una tarea inmensa? Sí, inmensa, pero no imposible. La inmensidad de la tarea está indicada por la siguiente visión gráfica del mundo en miniatura: Si reducimos el mundo imaginariamente a una población de mil, tendríamos que 290 de ellos serían cristianos profesantes y 710 no lo serían, 80 personas serían comunistas con un dominio sobre 370 personas. De los 290 cristianos profesantes, 70 serían protestantes. La mitad de este pueblo no habría oído mencionar el nombre de Cristo, pero más de la mitad estaría en condiciones de oír acerca de Marx. Mientras tanto, un 35% de la riqueza de este pueblo estaría en manos de los protestantes, los cuales consumirían un 16% de los alimentos producidos (siendo ellos mismos un 7% de la población). Ellos se preocuparían de hacer fuertes reservas para el futuro, mientras el resto de la población pasaría hambre.
¿Cómo va a ser ganado el mundo para Cristo en esta generación con estadísticas como la citada? Imposible, a menos que haya hombres y mujeres que amen a Dios con todo su corazón, y que amen a su prójimo como a sí mismos. La tarea será cumplida solamente con la dedicación y devoción que brotan de un amor imperecedero.
Los que han sido constreñidos por el amor a Cristo considerarán que ningún sacrificio es demasiado grande para realizarlo por Él. Harán por amor a Él lo que jamás habrían hecho por una ganancia material. No contarán su vida preciosa para nada. Gastarán y se gastarán con tal que los hombres no perezcan sin haber oído el Evangelio.
Crucificado Señor, dame un corazón como el tuyo. Enséñame a amar las almas que perecen. Que mi alma y corazón el contacto contigo aprecien, Y dame amor, como el de Aquel que dio el Hijo suyo, por dar a los perdidos salvación que no merecen.
La causa está perdida, a menos que el amor la motive. De otro modo, nada sirve. El ministerio cristiano entonces llega a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe. Pero cuando el amor es la estrella guiadora, cuando los hombres van inflamados con devoción a Cristo, ningún poder existe en la tierra que pueda detener el avance arrasador del Evangelio.
Obsérvese entonces un grupo de discípulos entregados enteramente a Cristo, atravesando océanos y tierras como portadores de un glorioso mensaje, incansables, siempre procurando entrar en nuevas áreas, encontrando en cada persona una vida por la cual Cristo murió y ambicionando que sean adoradores de Cristo por la eternidad.
¿Qué métodos usan estos hombres que no son de este mundo para dar a conocer a Cristo?
El Nuevo Testamento presenta dos métodos principales para alcanzar al mundo con el Evangelio. El primero era la proclamación pública. El segundo es la instrucción privada.
En cuanto al primer método fue usado por Jesucristo y sus discípulos. Donde quiera que se reunían gentes, allí había una oportunidad para predicar las buenas nuevas. Así encontramos que se proclamó el Evangelio en los mercados, prisiones, sinagogas, playas, y en las riberas de los ríos. La urgencia y el carácter superlativo del mensaje hacían que fuera imposible pensar en lugares convencionales de reunión.
El segundo método de propagación de la fe cristiana es la doctrinación de individuos. Este es el método que Jesús usó en la preparación de los doce. Llamó a este pequeño grupo de hombres para que estuvieran con Él y para poderlos enviar. Día a día los instruyó en la verdad de Dios. Les puso por delante la tarea para la cual estaban destinados. Les advirtió detalladamente los peligros y dificultades que encontrarían. Les introdujo a los consejos privados de Dios y les hizo partícipes de los gloriosos pero arduos planes de Dios. Los envió como a ovejas en medio de lobos. Los dotó del poder del Espíritu Santo y se lanzaron a decir al mundo las nuevas del Salvador resucitado ascendido y glorificado. La efectividad de este método se ve en el hecho de que ese grupo reducido a 11 por la defección del traidor, revolucionó el mundo para gloria del Señor Jesús.
El apóstol Pablo no solamente practicó este método, sino que urgió a Timoteo a que lo practicará. “Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros” (2ª Timoteo 2:2) El primer paso es la selección cuidadosa y con oración de los hombres fieles. El segundo es el impartirles la gloriosa visión. El tercero es enviar a estos hombres que doctrinen a otros (Mateo 28:19).
A los que codician ver números y piden del Señor grandes multitudes este método les parecerá tedioso y aburrido. Pero Dios sabe lo que Él está haciendo y sus métodos son los mejores métodos. Dios puede hacer mucho más por medio de unos pocos discípulos dedicados a Él que por medio de un ejército gigante de religiosos satisfechos.
Cuando estos discípulos salen en el nombre de Cristo ellos siguen ciertos principios básicos bosquejados en la Palabra de Dios. En primer lugar son astutos como serpientes, pero inofensivos como palomas. Su sabiduría la piden de Dios para poder seguir el difícil camino que tienen que transitar. Al mismo tiempo son mansos y humildes en sus contactos con sus semejantes. Nadie puede temer la violencia física de parte de ellos. Los hombres deben temer solamente a sus oraciones y a su inquebrantable testimonio.
Estos discípulos Pueden trabajar bajo cualquier forma de gobierno y ser leales a tal gobierno mientras no se les exija comprometer su testimonio o negar a su Señor. Entonces ellos rehúsan obedecer y se someten a las consecuencias. Pero ellos nunca conspiran contra un gobierno humano, ni se comprometen en luchas revolucionarias. ¿No dijo el Señor: “Si mi reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían?” Estos hombres son embajadores de un país celestial y pasan por este mundo como peregrinos y extranjeros.
Son absolutamente honestos en todos sus tratos. Evitan los subterfugios de cualquier tipo. Su sí es sí y su no es no. Rechazan la mentira popular de que “el fin justifica los medios”. Bajo ninguna circunstancia hacen el mal para que venga algún bien. Cada uno es una conciencia encarnada que preferiría morir antes que pecar.
Otro principio invariablemente seguido por estos hombres es que su trabajo lo unen a una iglesia local. Salen al mundo a ganar almas para Cristo, pero ganadas las almas las ponen en comunión con la iglesia local donde pueden ser fortalecidas y edificadas en su santísima fe. El verdadero discípulo comprende que la iglesia local es la unidad de Dios puesta para propagar la fe y que el trabajo mejor y más duradero se edifica siguiendo esos delineamientos.
Los discípulos son prudentes y reciben sus órdenes de marchar directamente del cuartel general en los cielos. Esto no significa que operan sin la confianza y la recomendación de la iglesia local. Por el contrario, consideran tal recomendación como una confirmación del llamamiento de Dios para el servicio. Pero insisten en la necesidad de servir a Cristo en obediencia a su Palabra y en que Él les guíe.
Publicidad. Tratan de mantenerse en segundo plano. Su propósito es glorificar a Cristo y hacer que Él sea conocido. No buscan grandes cosas para sí, ni quieren revelar su estrategia al enemigo. De modo que trabajan silenciosamente sin ostentación, indiferentes a las alabanzas o las calumnias de los hombres. Saben que el cielo será el mejor lugar y el más seguro para conocer los resultados de su labor.

Tomado del libro Cristianismo radical por William Mc Donald

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