Misionero y Explorador del Continente Negro
1813 - 1873
Como misionero y como explorador, el nombre de David Livingstone es uno de los más ilustres en la historia del mundo.
Nació en Blantyre, cerca de Glasgow, el 19 de marzo de 1813. Desde niño reveló un genio y una habilidad notable, y su energía lo ayudaba a vencer todos los obstáculos que hallaba. En su casa aprendió la honestidad y la rectitud que con el ejemplo y la palabra le enseñó su piadosa madre.
Siendo sus padres pobres, no pudieron darle una instrucción como hubieran deseado, y así lo hallamos ya a la edad de diez años trabajando catorce horas diarias en una fábrica de tejidos de algodón. Pero el ruido ensordecedor de las máquinas y de las correas, y la fatiga de una jornada tan larga, no le impedían proseguir asiduamente sus estudios, iniciándose sin la ayuda del maestro en los misterios del latín, de la botánica, y de varias ciencias más. Su buena madre tenía que hacerle presente que era la hora de dormir, pues con frecuencia a media noche lo encontraba encima de sus libros y apuntes.
Joven era cuando quedó convencido de la necesidad de la regeneración, pero fue sólo a los veinte años cuando aceptó a Cristo como su Salvador personal. Su conversión creó en él nuevos sentimientos y nuevas disposiciones. El mismo da su testimonio escribiendo estas palabras: “El don gratuito de Dios produjo en mí sentimiento de gran amor a Aquel que nos ha rescatado con su sangre, y de profunda gratitud hacia Él. Su misericordia ejerció influencia en mi vida entera”.
Este fue el origen del hombre que más debía influir en abrir las puertas del continente negro, y quien por su amor a las almas, su indómita voluntad, sus perseverantes esfuerzos y su tenacidad nunca superada, iba a llegar a regiones que nunca habían sido pisadas por el pie de un hombre blanco.
Livingstone aprendió pronto a renunciar a todo por amor a Cristo. Consagraba todas sus economías a la obra misionera, privándose aún de las cosas necesarias para que sus contribuciones fuesen más abundantes. Pero no sólo quiso dar su dinero a esta obra, sino que quiso darse a sí mismo yendo personalmente a anunciar el Evangelio a los paganos. La China con sus millones le atraía y pensó en consagrarse a esta parte del mundo. En 1838 fue aceptado por la Sociedad Misionera de Londres, pero la vergonzosa “guerra del opio” le obligo a abandonar sus planes tocante a la China.
Durante la visita de Moffat a Londres se interesó en la suerte de los negros y resolvió hacer del África su campo de labor.
Livingstone llegó a Kurumán durante la ausencia de Moffat. Sus aptitudes de médico le hicieron famoso al cabo de muy poco tiempo. Mientras visitaba algunas tribus cercanas, su ardiente imaginación vagaba por el desconocido interior del continente, tan inmensamente grande y tan desconocido a los geógrafos. No podía conformarse con la creencia popular de que todo era un desierto árido, absolutamente despoblado, y deseaba internarse, no tanto por buscar nuevas tierras, como por buscar nuevas tribus a las cuales sería llevado el glorioso mensaje de la cruz.
En 1843, fundó una estación misionera en Mabotsa. Entonces estuvo bajo las garras de un león que le lastimó un brazo, y del cual fue librado casi milagrosamente. En 1844 contrajo enlace con María Moffat, hija del misionero. Dejando la obra en Mabotsa a cargo de un colega, prosiguió más adelante y fundó otra estación en Chonuane, centro principal de los hakuenas, cuyo jefe Sechele lo recibió muy bien, manifestando pronto el deseo de ser enseñado en las doctrinas de Cristo. Durante este tiempo, los bóers, tan contrarios a las misiones, empezaron a obstaculizarlo. “Se han propuesto”, escribía Livingstone, “cerrarme el interior del país, pero yo me he propuesto abrirlo y penetrar en él. Veremos quien es más afortunado.”
Una horrible y prolongada sequía le obligó a abandonar ese paraje. Sechele, con todo su pueblo, lo siguió, y fueron a establecerse a unos 32 kilómetros al noroeste, en las márgenes del río Kolobeng.
Sechele, quien ya había profesado fe en Cristo, fue bautizado, renunciando a la poligamia y al pretendido poder de hacer llover.
El río Kolobeng se secó también, y la miseria que produjo esa nueva sequía fue espantosa, obligando a Livingstone a emigrar, en 1849, en busca de territorio más propicio.
Fue en ese año que tuvo el gran placer de descubrir el vasto lago Ngami, que no había sido nunca visto por el ojo europeo. En las cercanías del Lago encontró al jefe Sebitovane, un antiguo amigo de Sechele. En 1851 pudo determinar con precisión el nacimiento del río Zambesi, descubrimiento de alta importancia para la hidrografía del África. Pero, a medida que avanzaba, su corazón se llenaba de amargura al contemplar las miserias producidas por el tráfico de esclavos.
Las márgenes del Zambesi no le parecían propicias para la fundación de una nueva estación misionera, y esto dio origen al grandioso plan de atravesar el continente desde el Este hasta el Oeste, a fin de trazar un camino al comercio europeo, y así hacer más factible la evangelización. No quería abandonar su trabajo misionero, pero el deseo de explorar el continente lo consumía, y Livingstone ya no era el hombre que se contentaría con la obra modesta pero gloriosa de estar enseñando a un grupo de indígenas. Por supuesto, su tarea principal era anunciar a Cristo a las tribus que iba descubriendo. “Yo soy misionero en cuerpo y alma”, escribía a su padre. “Dios tuvo un hijo único que fue misionero y sanador. Yo soy un pobre imitador del Maestro, por lo menos quiero seguir su ejemplo. Quiero vivir sirviéndole, y sirviéndole quiero morir”.
Personalmente hubiera querido vivir tranquilo, junto con su familia al lado de Sechele y su pueblo, pero tenía conciencia de que su misión era la de abrir el continente, y hacía el sacrificio de verse privado de los suyos, en medio de los bosques africanos, sufriendo hambre, sed, peligros, fiebres y muchas otras pruebas y viviendo años enteros sin ningún contacto con el mundo civilizado, a tal punto que muchas veces se le creyó muerto o extraviado por esos mundos sin caminos y nadie esperaba verlo regresar de sus largas y peligrosas exploraciones.
Llevó a su esposa e hijos al Cabo y se preparó para emprender nuevas y atrevidas exploraciones que le valieron la inmortalidad, y un lugar prominente entre los grandes de la tierra.
Desde la capital de los makalolos se dirigió hacia el Oeste, llegando hasta San Paulo de Loanda en las orillas del Atlántico, y después atravesó el impenetrable continente, llegando hasta el Océano Indico. En 1856 llegó a Kilamae, por el canal de Mozambique, donde tuvo la sorpresa de enterarse de que el mundo entero había palpitado de ansiedad respecto a la suerte que pudo tener en su viaje.
Al terminar este célebre viaje visitó a Inglaterra para dar cuenta al mundo de los descubrimientos que había hecho. Todas las ciudades se disputaban el honor de recibirlo. La Sociedad Misionera de Londres que le había enviado, las universidades de Oxford y Cambridge, la Sociedad Real de Geografía, y todas las iglesias le hicieron grandiosos y entusiastas recibimientos.
Sus discursos despertaron gran interés y en todas partes exhortaba a los jóvenes y estudiantes a consagrarse a la obra misionera, no dejando que se cerrase la puerta que se les presentaba abierta.
Sin renunciar a su carácter de misionero, Livingstone se desligó de la Sociedad con la cual trabajaba, para aceptar el puesto de cónsul británico en el África Oriente, y jefe de una importante expedición que tenía por objeto explorar el país, oponerse al comercio de esclavos, y ejercer una sana influencia moral sobre los negros, por medio de la enseñanza de las virtudes cristianas.
Aunque la carrera de Livingstone dejaba de ser misionera en el sentido riguroso de la palabra, jamás acepto el viajar como simple explorador. Le impulsaba más que el amor a la ciencia, el amor a esa raza degradada que él deseaba elevar mediante el Evangelio de Cristo. No iba en busca de países sino en busca de la gente que los habitaba. “Yo no consentiré jamás” escribía a un amigo, “en viajar como simple geógrafo. Para mí todo trabajo geográfico es un principio de la obra misionera”.
No podemos referirnos a todos los viajes, que terminaron sólo cuando terminó su vida. Por todas partes, iba hallando nuevos montes, nuevos ríos, nuevos lagos, y nuevas tribus hasta entonces inaccesibles.
Cuando Livingstone efectuaba su último viaje, y como habían pasado más de dos años sin que el mundo civilizado recibiese noticias de él, muchos creían que había muerto en el trayecto. En ese entonces el “New York Herald”, organizó una expedición bajo la dirección de Enrique M.
Stanley, quien tuvo la suerte de encontrar a Livingstone en el corazón de África, en momentos verdaderamente angustiosos.
Más tarde el valiente explorador empezó a sentirse débil, y un día, cuando sus fieles negros fueron de mañana temprano a verle en su choza, le hallaron de rodillas reclinado sobre su lecho en actitud de oración. Silenciosamente se retiraron para no molestarle en ese acto. Pero cuando vieron que el tiempo pasaba y no se movía, se acercaron a él, y hallaron que había entregado su alma a Dios.
El siervo de Dios murió puesto de rodillas.
El corazón de Livingstone fue sepultado debajo de un árbol, y su cuerpo, bien embalsamado, fue conducido hasta la costa por un grupo de sus amigos negros, dirigidos por Susi y Chuma, dos esclavos que él había liberado, que tuvieron que efectuar un viaje que duró un año, para que el cuerpo del querido maestro fuese entregado a los suyos. Llegados a la costa, el cuerpo de Livingstone fue embarcado para Inglaterra, donde descansa guardado junto a los de todos los grandes del imperio, en la Abadía de Westminster.
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