UN MISIONERO EN LA JUNGLA

Yo tenía catorce años cuando tuve mi primera conversación real con Jesús. Durante días, había estado pensando en Él, preguntándome repetidamente: ¿Quién es mi Dios? Entonces, decidí leer más del Nuevo Testamento. Comencé: "Jesús, he leído sobre cómo todos los que se encontraron contigo quedaron satisfechos. Ahora yo quiero esa misma satisfacción. Quiero paz y satisfacción como Pablo, Juan, Santiago y los otros discípulos. Quiero ser liberado de todos mis temores y...". En ese momento, sentí una presencia, una calma, en el cuarto. Era al mismo tiempo pequeña y calmada, inmensa y poderosa, que lo cubría todo. Enseguida, supe que algo estaba cambiando y que nunca quería que esa paz, esa calma, se fuera.


La paz seguía ahí hasta dos años después, cuando asistí a mi primera conferencia misionera. El Sr. Rayburn, un hombre bajito que vestía una camisa de brillantes lunares verdes y gastados tenis, habló sobre las personas en Nueva Guinea que nunca habían oído del amor de Jesucristo. Aquello avivó algo dentro de mí. Por increíble que pareciera, Dios me estaba llamando a ser misionero. Debido a mi fascinación por los idiomas, yo había soñado con llegar a ser un profesor de lingüística; y así, durante los siguientes meses, resistí el llamado de Dios. Pero gradualmente, Él comenzó a cambiar mi corazón; y a medida que mi interés por otros países y culturas aumentó, me encontré a mí mismo atraído hacia Sudamérica y los pueblos nativos de dos países en particular: Colombia y Venezuela.

Esto explica cómo, en otros tres años y con las objeciones de mis padres, me encontré a mí mismo en un pequeño aeropuerto venezolano, un muchacho de diecinueve años y sin ningún amigo, sin conocimiento del idioma local, y solamente diecisiete dólares en efectivo. Mirando atrás, puedo ver por qué las personas pensaban que yo estaba loco. Sin embargo, desde aquel desfavorable comienzo, aunque yo no lo entendía entonces, Dios siguió guiándome hacia el siguiente paso correcto.



Dios me guió

Dios me guió a un médico que trataba a los indios a lo largo del río Orinoco. Él me guió a mi primera reunión con una tribu de indios, con los cuales me quedé durante tres semanas. Él me guió a mi primer empleo en Sudamérica, el cual era enseñar inglés a los estudiantes universitarios en Caracas. Y mediante el hombre que me contrató para enseñar, Él me mostró por qué me había llevado a Sudamérica.

"¿Has oído alguna vez de la tribu de los motilones?", me preguntó un día ese hombre, Miguel Nieto. Me explicó que el principal contacto entre la tribu de los motilones y la civilización vino en forma de flechas. Nadie había aprendido nunca nada del idioma de los motilones, ni tampoco nadie se había acercado a ellos lo suficiente como para describir su cultura física. Aquellos indios vivían en los bosques del Maracaibo, asentados en los Andes, en la frontera entre Venezuela y Colombia.

Sólo las importantes empresas petroleras habían parecido interesarse en esa región. Cada vez que sus empleados entraban en territorio de los motilones, les disparaban con flechas. Muchos habían sido heridos por las flechas; muchos habían muerto.

Habría tenido sentido olvidarse de los motilones, pero yo no pude. Una curiosidad que me remordía y me turbaba se apoderó de mí. Y no se iba, a pesar de lo persuasivo que era el argumento que utilicé contra ella.

Me pregunté: ¿Pero qué puedo hacer yo por un grupo de indios primitivos? No importaba lo que yo pensara que podía hacer. En lo más profundo de mi ser, de alguna manera sabía que Dios quería que yo fuera a ellos.

No pasó mucho tiempo antes de que hiciera mi equipaje con provisiones para una semana, fuera en autobús a una pequeña ciudad en las estribaciones de los Andes, comprara una mula, y partiera hacia la selva. Tenía buen ánimo, y estaba contento y emocionado por mi nueva aventura. Dos días después, me encontré con unas cuantas cabañas que formaban un poblado indio, y pensé que eran los motilones. Sin embargo, pronto descubrí que eran parte de otra tribu llamada yuko. Viví con aquellos indios durante meses, y aprendí cada vez más de su lenguaje y su cultura. Yo no conocía el modo de hacer las cosas en la jungla, pero por medio de los yukos gradualmente comencé a adquirir las capacidades necesarias para sobrevivir.

Finalmente, sentí que estaba preparado para perseguir la misión que Dios había puesto en mi corazón. Les pedí a los yukos

—Oh, no, no nos acercamos a ellos. Nos matarían—dijo uno de ellos. Yo insistí. —Bien—dijo el mismo—, hay una aldea yuko al sur de aquí. Quizá ellos te lleven. Puedes intentarlo allí.

Y así, viajé desde un poblado yuko hasta otro, tratando de encontrar a alguien que me llevara hasta los motilones. En julio de 1962, conocí a un fuerte joven indio que tenía la reputación de estar dispuesto a hacer cualquier cosa si podía obtener un beneficio de ello. Como a los yukos les gustaba lo brillante, lo convencí para que me llevara, al ofrecerle un collar hecho con la cremallera de mis desgastados pantalones.

Partimos con otros seis yukos al día siguiente, y mantuvimos un ritmo firme durante una semana. Finalmente, llegamos a una cadena montañosa que me dijeron que daba a un hogar de los motilones.

De repente, los yukos se detuvieron y elevaron sus cabezas como para oler el viento. Estuvieron quietos como estatuas. Yo no había oído ningún sonido, pero también me quedé quieto, y escuchaba cómo mi respiración se oía: con demasiado ruido, pensé. No oí nada más.

Entonces, como en un sólo movimiento, todos los yukos salieron corriendo por el mismo camino por el que habíamos llegado. Yo me quedé anonadado durante un momento. Luego fue que, torpemente, corrí tras ellos, y me preguntaba de qué exactamente estaba huyendo. Corrí hasta llegar directo a unas enredaderas. Me caí. Quedé de bruces, logré levantarme, y volví a quedar atrapado en las espesas enredaderas. De repente, sentí un agudo dolor en el muslo, y todo mi cuerpo quedó sin fuerzas.

Me había alcanzado una flecha. Finalmente, había encontrado a los motilones; o más bien, ellos me habían encontrado.

Los motilones no me mataron, pero fui su prisionero. Pasé un miserable mes confinado a una alfombra en su casa comunal, un alto montículo marrón de cañas y hojas de palmera y paja que se parecía a una colmena desde el exterior. Mi pierna estaba infectada por donde había entrado la flecha. Las glándulas de mi ingle estaban hinchadas. Estaba débil, y tenía diarrea.

Mis impresiones iniciales sobre los motilones no fueron favorables. En un principio, no me ofrecieron nada para comer. Las mujeres motilonas me ignoraban, y la mayoría de los hombres parecía cruel. Me pinchaban con flechas y se reían cuando yo saltaba. Solamente uno de los indios me mostró algo de bondad, un hombre con una risa fuerte y distintiva y una pequeña cicatriz al lado de su boca. Cada día que él regresaba de cazar, sonreía y me decía algo. A veces, me llevaba comida.

Mi estado empeoraba. La verdad fue que pensé que no sobreviviría sin ayuda médica, y, aquella noche, cuando los indios estaban dormidos, salí a hurtadillas de la casa, encontré un río y me dirigí corriente arriba hacia las montañas. Con fiebre, hambre y miedo, caminé durante días. Finalmente, cuando estaba casi listo para tirar la toalla, me crucé con un par de colonos que estaban talando un árbol. Supe que había cruzado la frontera y que ahora estaba en Colombia. Había escapado de la tribu de los motilones.

Me había alcanzado una flecha. Finalmente, había encontrado a los motilones; o más bien, ellos me habían encontrado.

Los motilones no me mataron, pero fui su prisionero. Pasé un miserable mes confinado a una alfombra en su casa comunal, un alto montículo marrón de cañas y hojas de palmera y paja que se parecía a una colmena desde el exterior. Mi pierna estaba infectada por donde había entrado la flecha. Las glándulas de mi ingle estaban hinchadas. Estaba débil, y tenía diarrea.

Mis impresiones iniciales sobre los motilones no fueron favorables. En un principio, no me ofrecieron nada para comer. Las mujeres motilonas me ignoraban, y la mayoría de los hombres parecía cruel. Me pinchaban con flechas y se reían cuando yo saltaba. Solamente uno de los indios me mostró algo de bondad, un hombre con una risa fuerte y distintiva y una pequeña cicatriz al lado de su boca. Cada día que él regresaba de cazar, sonreía y me decía algo. A veces, me llevaba comida.

Mi estado empeoraba. La verdad fue que pensé que no sobreviviría sin ayuda médica, y, aquella noche, cuando los indios estaban dormidos, salí a hurtadillas de la casa, encontré un río y me dirigí corriente arriba hacia las montañas. Con fiebre, hambre y miedo, caminé durante días. Finalmente, cuando estaba casi listo para tirar la toalla, me crucé con un par de colonos que estaban talando un árbol. Supe que había cruzado la frontera y que ahora estaba en Colombia. Había escapado de la tribu de los motilones.

Pero no estuve lejos por mucho tiempo. Comencé a recuperar mis fuerzas y finalmente emprendí mi camino hacia la capital de Colombia, Bogotá. Me gustó mucho Bogotá. Era maravilloso volver a poder hablar de modo inteligible con la gente. Sin embargo, cuando recuperé la salud, me encontré pensando cada vez más en los motilones. Cuando me preguntaban acerca de mis aventuras, yo describía al pueblo de los motilones y el modo en que vivían, en lugar de relatar lo que me había sucedido. No tenía sentido, en términos de lo que yo había pasado con ellos, pero me encantaba ese pueblo por quiénes eran ellos. Dios me había conducido allí, y comprendí que Dios me llevaría de regreso.

Pronto, conocí un ejecutivo de una empresa petrolera. Se ofreció a incluirme en un avión de la empresa que iría por el área de los motilones. Iba a la jungla.

Acampé en territorio motilón, y dejé regalos a lo largo de los senderos para mostrar que había llegado en son de paz. Los días se convirtieron en semanas. Después de dos meses de impaciente espera a que algo sucediera, los regalos desaparecieron. Se sustituyeron por cuatro largas flechas en el camino, como advertencia de los motilones de que debería huir para salvar mi vida.

Algo en mi interior se quebró. Dios podía hacer lo que Él quisiera con aquellos indios; ¡yo ya había tenido bastante! Corrí hacia mi campamento, agarré mi hacha y corrí hacia el río. Comencé a cortar un árbol de balsa. Haría una balsa y saldría de allí flotando.

Trabajé con frenesí. Pronto, el árbol se movió y cayó crujiendo al río. De inmediato, proseguí con un segundo árbol, metiendo profundamente el hacha en su tronco. También cayó. Me acerqué a un tercero.

Entonces levanté la vista. Allí estaban los motilones: eran seis, con las cuerdas de sus arcos tensadas y sus flechas que apuntaban directamente hacia mí. Sin pensarlo, dejé caer mi hacha y determiné ocultarme tras un árbol. Desde allí me asomaba para verlos. Ellos no parecían tener ninguna inclinación a hacerme mal. Sólo esperaban, con sus arcos preparados.

Salí de detrás del árbol. Levanté mis manos y mostré que estaban vacías. Mi enojo se había ido. Observé sus rostros para ver alguna señal, y mis manos temblaban ligeramente.

Lentamente, ellos relajaron sus arcos. Uno de ellos dio un paso adelante. Yo miré atentamente. Él tenía una pequeña cicatriz en un lado de su boca.

Le sonreí, y esperé que me reconociera, y él me devolvió la expresión. Sonreí más, y lo mismo hizo él. ¡Él me reconoció! Le dijo una palabra a los otros hombres, y ellos se relajaron. Luego, él comenzó a reírse muy fuerte. Era la clase de risa por la que yo lo había conocido al otro lado de las montañas. En mi primera "visita" a los motilones, él había sido la única persona amigable que había encontrado. Ahora, lo había vuelto a encontrar.

Parecía que Dios seguía teniendo un propósito en mente para mí allí.

Aquella vez fui aceptado en la comunidad de los motilones. Me permitieron usar una hamaca en la choza para dormir, y hasta me pusieron un nombre tribal, "Bruchko", que era lo más cerca que los indios podían llegar para pronunciar "Bruce Olson".

Mi perspectiva sobre los motilones cambió radicalmente con respecto a las opiniones que me había formado de ellos durante nuestra reunión inicial. Descubrí que era un pueblo alegre, que siempre hacían bromas entre ellos, cantaban o hablaban. Cada mañana, los hombres salían a cazar, mientras que las mujeres se quedaban para comenzar su trabajo del día. Los niños jugaban. Así era su vida en la jungla.

Pasaron los años. Lo cierto es que mientras muchos de mis viejos compañeros de clase en Minnesota experimentaban la emoción y la confusión del "flower power", el evento de Woodstock y las manifestaciones contra la guerra en los Estados Unidos, yo pasé el final de la década del sesenta y principio del setenta cazando, pescando y hablando sobre Jesús con nativos en una jungla de Sudamérica. Y me encantaba.

En 1971, establecimos dos centros de salud en la jungla. Los motilones aprendieron cómo tomar muestras de sangre, y teñirlas y probarlas para comprobar la malaria en un microscopio donado por una empresa farmacéutica. Debido a que los motilones pasaban hambre durante las épocas en que la caza era escasa, les enseñé a preparar la tierra para cosecharla. Los grandes campos eran susceptibles a las enfermedades y la erosión, así que nos centramos en pequeñas parcelas de terreno diseminadas en diferentes áreas de la jungla. Finalmente, cultivamos acres de cocoteros y bananos, y también maíz, frijoles, arroz, piñas y otros productos. Introdujimos ganadería—vacas y aves de corral—a fin de incrementar y garantizar el acceso a la carne y la leche.

Además, organizamos dos escuelas. Los motilones aprendieron no sólo su idioma nativo, sino también el español, a fin de que pudieran comunicarse y negociar con el mundo exterior. Los motilones llaman a su idioma barí, que es también el nombre con que se denominan a sí mismos. Literalmente significa "nosotros el pueblo".

Todos esos cambios se produjeron gradualmente y en consulta con los jefes tribales. Yo estaba muy contento, al ver que los avances mejoraban la calidad de vida para los motilones—o barí—de maneras que esencialmente preservaban sus valores tradicionales. Sin embargo, lo más satisfactorio de todo era ver cada vez más de mis amigos fortalecerse en Cristo.

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