En la abadía de Westminster en Londres, la mirada del
visitante es atraída por una hermosa estatua que representa al gran compositor Haendel (1685-1759). El maestro se halla ante
su órgano y tiene en la mano una partitura en la cual se aprecian estas
sencillas palabras: “Yo sé que mi Redentor vive”
(Job 19:25). Él había compuesto un magnífico oratorio
sobre este versículo de la Biblia.
Se dice que antes de morir, el
célebre músico pidió que le leyeran el Salmo 91: “Diré yo al Señor: Esperanza
mía, y castillo mío; mi Dios en quien confiaré… No temerás el terror nocturno…”
(v. 2 y 5). Respecto a cada uno de los que le honran
con tal confianza, Dios declara: “Por cuanto en mí ha puesto su
amor, yo también lo libraré; le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi
nombre” (v. 14).
Haendel también pidió la lectura de
la primera epístola a los
Corintios, capítulo 15 e
interrumpió varias veces al lector, diciéndole: Detente un instante, vuelve a
leer este versículo. Sus últimas palabras fueron: Señor Jesús, recibe mi
espíritu. Haz que muera y resucite contigo.
Un fin tan apacible no es una
excepción. Puede ser experimentado por todos los que han puesto su destino en
las manos de Jesús, quien declaró: “Yo soy el camino, y la verdad,
y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Juan 14:6).
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