por Oswald Smith
BIEN. ¿QUÉ NOTICIAS HAY? —preguntó Satanás, levantando la
cabeza con una expresión de interrogación en su rostro.
—¡Espléndidas, las mejores posibles! —respondió el príncipe
de los demonios de Alaska, quien acababa de entrar.
—¿Ha oído ya alguno de los esquimales? —preguntó el jefe con
ansias, fijando la vista en el ángel caído.
—¡Ni uno! —contestó el príncipe, haciendo una reverencia.
—¡Ni uno solo! Yo me cuidé en ese sentido—, continuó, como si se gloriase de
una reciente victoria.
—¿Hubo algún intento? —preguntó su señor en tono autoritario—
¿Ha hecho alguien la tentativa de entrar?
—¡Por cierto que sí, pero sus esfuerzos fueron frustrados
antes de que pudieran aprender una palabra del idioma! —respondió el príncipe con una nota de
triunfo en su voz.
—¿Cómo fue? Cuénteme todo.
Satanás ya prestaba mucha atención.
—Bien —comenzó el príncipe—, me hallaba en mis dominios,
habiendo llegado bien dentro del círculo ártico con el propósito de visitar a
una de las tribus más aisladas, cuando de repente, me quedé asombrado al oír
que se hallaban en camino hacia allí —desde el otro lado del mar— dos
misioneros, que ya habían desembarcado, y que con sus trineos y perros se encontraban
en el corazón de mi reino, Alaska, y se dirigían hacia una numerosa tribu de
esquimales, justamente dentro del círculo ártico.
—¿Ah, sí? ¿Y qué hizo? —interrumpió Satanás, impaciente por
oír el final del relato.
—Ante todo, llamé a las huestes de las tinieblas que obran
bajo mis órdenes, y tuve con ellas una reunión. Se hicieron muchas sugerencias,
pero finalmente nos pusimos de acuerdo en que lo más fácil era hacerlos morir
congelados. Sabiendo que aquel día partían hacia la distante tribu y que, probablemente,
necesitarían todo un mes para cruzar las extensiones de los campos helados que
los separaban de ella, enseguida empezamos las operaciones. Con corazones
ardientes para anunciar su Mensaje, comenzaron ellos el viaje. Valientemente,
aunque con mucha dificultad, siguieron el camino sobre el hielo. Pero después
de haber marchado por una semana, repentinamente, el trineo que llevaba la
comida llegó a una capa delgada de hielo que se quebró bajo su peso, y tanto el
transporte como las provisiones se perdieron. Agobiados y cansados, los
misioneros siguieron adelante con determinación, pero pronto se dieron cuenta
de que se hallaban en una posición desesperada, a más de tres semanas del lugar
que se proponían alcanzar.
Desconocían por completo esas regiones, y nada pudieron hacer
para remediar su situación.
Finalmente, cuando el alimento les faltó, y ya estaban
agotados físicamente, di órdenes, y en corto tiempo se levantó un viento
huracanado: la nieve caía como una ventisca que enceguecía, y antes del alba,
gracias al hecho de que usted, mi señor, es el príncipe de las potestades del
aire, ya habían sucumbido y muerto congelados.
—¡Excelente! ¡Espléndido! Me ha rendido un buen servicio
—aprobó el querubín caído, con una expresión de satisfacción en su rostro que
una vez fuera hermoso.
—¿Y qué tiene usted para informar? —continuó, dirigiéndose al
príncipe del Tibet que había escuchado la conversación con evidente
satisfacción.
—Yo también tengo algo que llenará de gozo a su Majestad
—contestó el aludido.
—¡Ah! ¿Se ha hecho también alguna tentativa de invadir su
Reino, mi príncipe? —preguntó Satanás con creciente interés.
—Por cierto que sí —respondió el príncipe.
—¿Cómo? ¡Cuénteme todo! —ordenó Satanás con viva curiosidad.
—Me hallaba en cumplimiento de mis deberes en el corazón del
Tibet —explicó el príncipe—, cuando me llegaron algunas noticias sobre una
agencia especialmente organizada para introducir el evangelio en mi reino. Debe
saber, mi señor, que me puse alerta enseguida.
Reuní a mis fuerzas con el fin de discutir la situación, y
pronto acordamos un plan que prometía éxito completo. Con admirable
determinación, dos hombres de la agencia misionera viajaron a través de la
China y se atrevieron a cruzar la frontera y a entrar en la Tierra Prohibida.
Les permitimos seguir su viaje por unos tres días, y luego, justamente cuando
oscurecía, dos perros salvajes, de aquellos que se hallan por todas partes de
esas regiones, los atacaron. Con tremenda desesperación se defendieron, pero
finalmente uno fue vencido y muerto por los perros. El otro, protegido por
fuerzas invisibles que no pudimos conquistar, pudo escaparse.
—¿Escaparse? —gritó Satanás, haciendo un horrible gesto—.
¡Escaparse! ¿Pudo llegar hasta ellos con el Mensaje?
—No, mi señor —respondió el príncipe del Tibet, con una nota
de certidumbre en su voz—. No tuvo oportunidad. Antes de que pudiera aprender
una palabra del idioma, nuestras huestes arreglaron todo para que los nativos
mismos lo asaltaran. Rápidamente, fue enjuiciado y condenado.
De veras fue un espectáculo que hubiera llenado a su Majestad
de gozo. Lo cosieron dentro de un cuero y lo colocaron al sol para que se
asara. Durante tres días quedó así, fracturándose sus huesos paulatinamente, hasta
que por fin acabó su vida.
El recinto había ido llenándose rápidamente mientras hablaba
el príncipe del Tibet, y al terminar su informe un gran grito de alegría
estalló en la asamblea, mientras todos reverenciaban la majestuosa figura de
Satanás, quien aún conservaba algo de su hermosura a pesar de los estragos
causados por el pecado. Pero un momento más tarde, los gritos cesaron,
acallados por un gesto de la mano de Satanás.
—¿Y qué tiene usted para informar? —preguntó, dirigiéndose a
otro ángel caído—. ¿Es usted aún amo de Afganistán, mi príncipe?
—Le aseguro que sí, su Majestad —replicó el príncipe—, aunque
si no fuera por mis fieles seguidores, dudo que siguiera siéndolo.
—¡Ah! ¿Ha habido un asalto contra sus dominios también?
—exclamó Satanás con voz fuerte.
—Sí, mi señor —respondió el príncipe—. Pero escuche y le diré
todo.
Pidiendo silencio con un gesto de la mano, comenzó:
—Observábamos el progreso; eran cuatro en total, todos
celosos por proclamar a su Señor. Usted sabe, mi señor, del aviso que espera al
viajero en la frontera de mi reino. Dice así: «Se prohíbe terminantemente a
toda persona cruzar esta frontera para entrar en territorio de Afganistán ».
Bien, se arrodillaron allí y oraron, pero a pesar de eso, nuestras valientes
fuerzas prevalecieron.
A unos veinte metros del cartel, en un montón de rocas, se
hallaba sentado un guarda afgano con un rifle en la mano. Después de haber
orado, la pequeña compañía se atrevió a cruzar la frontera, y entraron en la
Tierra Prohibida. El guarda les permitió avanzar veinte pasos, luego como un
relámpago, tres tiros cortaron el aire y tres de la compañía cayeron al suelo,
dos ya muertos y el otro herido. Su compañero arrastró al herido hasta la
frontera, donde tras breve sufrimiento falleció, mientras él, descorazonado,
huyó del país.
Prolongadas vivas siguieron a esta narración, y gran gozo
llenó cada corazón, el de Satanás más que ninguno, porque ¿no era él aún dueño
de las Tierras Cerradas, y no había él triunfado en todo el campo? El Mensaje,
gracias a sus innumerables hordas, aún no había penetrado allí, ni se había
oído todavía hablar del temible Nombre.
—¿No quiere decirnos, oh poderoso, por qué está tan ansioso
por impedir que el Mensaje llegue a éstos, nuestros imperios? ¿No sabe que los
reinos del príncipe de la India, y el príncipe de la China, y de su alteza
real, el príncipe del África, han sido invadidos por fuertes contingentes, y que
muchas personas buscan a Cristo todos los días?
—¡Ah, sí! ¡Bien lo sé! Pero escúchenme todos y les explicaré
porqué estoy tan celoso por las Tierras Cerradas —contestó Satán, mientras los
demás prestaban cuidadosa atención—. Hay varias profecías de las cuales, quizá
la mejor resumida es la que reza que «Será predicado este evangelio del Reino
en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones, y entonces vendrá el fin»
[Mateo 24.14]. Está claro —continuó en voz baja— que Dios está visitando a los
gentiles «para tomar de ellos pueblo para su nombre» [Hechos 15.14], y después
de eso, Él dijo que volvería; por lo que la Gran Comisión implica que deberán
hacerse discípulos de todas las naciones.
»¡Pues bien! —exclamó indignado—, Jesucristo no podrá volver
para reinar hasta que toda nación haya oído las Buenas Nuevas, porque así lo
dice: “Vi una gran multitud, la cual nadie podía contar, de todas las naciones,
tribus, pueblos y lenguas” [Apocalipsis 7.9]. Por lo que no importa cuántos
misioneros envíen a los países ya evangelizados ni cuántos convertidos obtengan,
mientras no se proclame el evangelio en Alaska, el Tibet, Afganistán y los
demás dominios que tenemos donde Cristo no ha sido proclamado, Él no podrá
volver para reinar».
—En ese caso —interrumpió el príncipe de Indochina Francesa—,
si podemos impedir la entrada de los misioneros a las Tierras Cerradas,
impediremos Su venida para reinar sobre la tierra y de ese modo frustrar los
propósitos del Altísimo.
—Y así vamos a hacer —exclamó el orgulloso príncipe de
Camboya—. Hace pocos días — continuó— un misionero escribió: «En este momento
no sabemos de un solo indochino que tenga conocimiento personal de Jesucristo,
el Salvador». Confíe en nosotros, su Majestad, le aseguramos que nadie
escapará.
—Muy bien —dijo Satanás—, seamos aún más vigilantes y
frustremos toda tentativa que se haga para entrar en las Tierras Cerradas.
Al darse cuenta de aquel gran plan, todos dieron voces de
alegría, y regresaron rápidamente a sus imperios, más resueltos que nunca a no
dejar escapar ni una sola alma.
Pasaron cincuenta años. Con gran intranquilidad, su majestad
satánica caminaba de un lado para otro. Señas de gran preocupación se dejaban
ver en su rostro. Era bien evidente que algo fuera de lo común lo estaba
perturbando.
—¡No puede ser! —se reprochaba a sí mismo—. ¡El mismísimo
plan —continuó con voz más fuerte—, sí, el mismo plan! ¡Parece que al fin lo
han captado! «Misiones», «pioneros», detesto esas palabras. Y tampoco puedo
soportar aquella otra declaración: «Los fines de la agencia misionera incluyen
apresurar el retorno de nuestro Señor predicando el evangelio a todas las
naciones, para “tomar un pueblo para su Nombre”, como nos comisionó: “Id por
todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura”». Su propósito es
involucrarse solamente en actividades que contribuyan a la evangelización
mundial. Su política misionera no les permite duplicar los esfuerzos que hacen
otras agencias en el extranjero, entre pueblos, tribus y naciones donde Cristo
no ha sido aún anunciado.
»¡Regiones de más allá, zonas no ocupadas, misiones entre los
pueblos, tribus y naciones adonde el nombre de Cristo es aún desconocido! Y
apresurar el retorno de nuestro Señor siguiendo su programa para este siglo.
Luego aquel grito: ¡Traer de regreso al Rey! ¡El Rey! ¡Rey! ¡No sucederá! Yo
tengo que desbaratar sus esfuerzos… ¡El Rey! ¿Y qué me sucederá a mí cuando Él
venga…? ¡Tengo que convocar a un concilio inmediatamente!»
En pocos minutos todos estaban presentes. Vinieron desde las
regiones más apartadas y remotas los poderosos ángeles caídos, dignatarios,
príncipes, capitanes, gobernadores mundiales de las tinieblas de este siglo. En
innumerables multitudes se congregaron alrededor de su señor, quien sumamente
airado se hallaba de pie en medio de ellos. Reinaba un silencio sepulcral.
Pronto Satanás hizo uso de la palabra:
—Príncipe de Alaska, ¡venga aquí!
Temblando y temeroso, ya desvanecida su arrogancia de
cincuenta años atrás, se acercó a su temible monarca.
—Príncipe de Alaska, ¿han entrado en tu territorio ya?
—Sí, mi señor, es cierto —respondió lentamente el príncipe
con una mirada de terror, apenas levantando los ojos.
—¿Cómo? ¡Qué! —tronó Satanás, dominándose con dificultad—.
¿Cómo es que no guardó mejor mi imperio?
—Hicimos lo que nos fue posible, su Majestad, pero todo fue
en vano. Se llegó a saber, en qué forma no imaginamos, de la tragedia de ese
primer grupo de misioneros; los cuerpos congelados de los primeros dos fueron
hallados. La noticia inflamó a toda la iglesia. Hubo quienes se lanzaron a la
aventura. Pudimos aniquilar a varios. Otros se desanimaron y se volvieron a
casa.
Pero finalmente, a pesar de todo lo que pudimos hacer,
lograron sus propósitos. Guardados y protegidos por legiones de ángeles,
entraron en mi territorio y allí se establecieron y no pudimos ya echarlos. Y
hoy hay centenares de esquimales dentro del Reino de Dios, además de los miles que
ya han oído el evangelio.
No es posible describir lo que siguió a esta declaración.
Satanás estalló en una furia incontrolable.
El aire mismo parecía lleno de un millón de espíritus. Sus
principales jefes quedaron amedrentados ante él y pugnaban por alejarse de sus
terribles ojos.
—Príncipe del Tibet, ¡pase usted adelante! —rugió el
enfurecido jefe—. Espero que tenga un informe mejor para darnos —continuó
mientras se acercaba el célebre príncipe.
—¡No, mi señor!, muy poco mejor me ha ido a mí —respondió
éste.
—¡Cómo! —gritó Satanás—. ¿El nombre de Cristo ha sido
predicado en su dominio?
—No pude impedirlo de ninguna manera —replicó el príncipe en
voz baja—. Hicimos todo lo que nos fue posible. Todas nuestras fuerzas
trabajaron día y noche tratando de vencerlos. Parece ser que han iniciado un
movimiento con el único propósito de ir adonde nadie fue antes y predicar entre
los no alcanzados. El príncipe de la China trató con todas sus energías de
aniquilarlos, pero fue en vano. Estaban protegidos por legiones de ángeles, y
sobrevivieron. Fueron atacados por perros, llenamos a los sacerdotes de odio
mortal hacia ellos, se colocaron trampas por todas partes, aplicamos el método
del hambre, la enfermedad hizo estragos entre ellos. Pero todo fue en vano.
Siguieron siempre adelante, hasta que actualmente debemos reconocer perdidas
para siempre muchas personas residentes en el Tibet, y miles más han oído el
evangelio. El evangelio ha llegado hasta los últimos confines de mi territorio.
Al oír eso, la furia de Satanás era indescriptible. Sin
perder un momento, se dirigió al príncipe de Afganistán y dio su última orden:
—Príncipe de Afganistán, ¡venga usted aquí!
Hubo un momento de vacilación; luego con paso lento y cabizbajo, se adelantó el príncipe y se paró
temblando ante su soberano.
—Príncipe de Afganistán —empezó Satanás de nuevo—, usted ha
guardado bien mis dominios.
Si usted me fallara no sé lo que haría.
No hubo contestación. El silencio parecía ejercer un poder de
encantamiento sobre el numeroso auditorio.
—¡Hable, oh príncipe! ¿Han entrado?
—Sí, es cierto, mi señor.
—¡Príncipe de Afganistán —exclamó Satanás, saltando
enfurecido hacia su vasallo—, me ha sido infiel!
—No, mi señor, no he sido infiel, pero nada se pudo lograr.
Hicimos todo lo que nos fue posible.
Hasta hace un año, ni una sola alma oyó la predicación de los
misioneros. Luego dos jóvenes fueron enviados por esa agencia misionera y… —¡Malditos
sean! —interrumpió Satanás.
—Toda la iglesia se puso a orar —continuó el príncipe—. Todos
evidentemente saben que Cristo no vendrá a reinar mientras no se predique el
evangelio a toda lengua. Los ángeles los protegían.
¡Oh, sí!, luchamos, pero no los pudimos resistir. Seguían
siempre adelante, y hace una semana un hombre aceptó a Cristo y varios otros ya
están interesados.
—¿Y ahora? —rugió Satanás—. ¡Todo está perdido! Miles se
están salvando en la India y en la China, y la noticia que acabo de recibir es
la peor de todas: Él podría venir ahora. O por lo menos no tardará mucho en
hacerlo, porque con la visión que esta gente ha captado, cada tribu, lengua y
nación será alcanzada con la predicación del evangelio. Y luego, ¡ay de mí! ¡Pobre
de mí!
Tomado del Libro Pasión por las almas
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