Por
William Gurnall
Aquellos
pecados más cercanos a tu corazón deben ahora ser hollados bajo tus pies. ¡Y se
necesita valor y coraje para hacerlo! Crees que Abraham fue probado al límite
cuando se le pidió tomar a Isaac -"tu hijo, tu único, a Isaac a quien
amas" (Gen. 22:2)- y ofrecerlo con sus propias manos. Pero no tiene ni
comparación con esto: "Alma, toma tu deseo, el hijo más cercano a tu
corazón, tu Isaac, aquel pecado del cual piensas granjear mayor placer. Ponle
las manos encima y ofréndalo; derrama su sangre ante Mí; clava el cuchillo
sacrificial en su mismo corazón, ¡y hazlo con gozo!".
Esto es
superior a las fuerzas humanas. Nuestros deseos no se quedarán quietos sobre el
altar con la paciencia de Isaac, ni como el Cordero que va mudo al matadero (Isa
53:7). Nuestra carne ruge y chilla, partiéndonos el corazón con sus horribles
gritos. ¿Quién puede expresar el conflicto, la lucha, las convulsiones de
espíritu que aguantamos antes de cumplir con esta orden de corazón? ¿Quién
puede explicar plenamente la sutileza con que tal deseo defenderá sus derechos?
Cuando
el Espíritu te convence de pecado, Satanás también intentará convencerte. Te
dirá: "No tiene importancia, acéptalo". O sobornará el alma con una
proposición de secreto: "Puedes quedarte con esto, y también con tu buena
reputación. No se notará para avergonzarte ante los vecinos. Puedes encerrarlo
en el ático de tu corazón, lejos de las miradas, si me dejas de vez en cuando
sentir los abrazos salvajes de tus pensamientos y tu afecto secreto".
Si no se
le permite esto, entonces Satanás pide una prórroga para la ejecución, sabiendo
que en la mayoría de estos casos los pecados al final obtienen el indulto
total. Mientras más lo aplacemos, más difícil será romper con los elocuentes
artificios de este defensor del pecado y la muerte, para llevar a cabo su
ejecución. En esto los hombres más valientes de la historia han sido como
arcilla en manos del adversario. Vuelven de la batalla con banderas de victoria
al vuelo, para vivir y morir en su casa esclavos de un deseo rastrero. Son como
aquel gran general romano que, en su paseo triunfal por la ciudad, no podía
quitar los ojos de una prostituta que iba por la calle; ¡un conquistador de
imperios, cautivo de la mirada de una sola mujer!
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