por John Bunyan
La oración es derramar de modo
sincero y consciente el corazón o alma. No se trata, como muchos piensan, de
unas cuantas expresiones balbuceantes, de un parloteo lisonjero, sino de un
movimiento consciente del corazón. La oración contiene un elemento de múltiple
y auténtica sensibilidad: unas veces para la carga que representa el pecado,
otras para la acción de gracias por las mercedes recibidas, otras para la
predisposición de Dios a otorgar su misericordia, etc.
Conciencia de la
necesidad de misericordia, a causa del peligro que representa el pecado. El
alma, digo, pasa por una experiencia en la que suspira, gime, y el pecado la
quebranta; pues la verdadera oración, de la misma manera que la sangre brota de
la carne cuando ésta es aprisionada por férreas ligaduras, expresa balbuceante
lo que procede del corazón cuando éste se halla abrumado por el dolor y la
amargura.
David grita, clama,
llora, desmaya en su corazón, los ojos le fallan, se seca, etc.; Ezequías se
expresa quejumbrosamente cual paloma; Efraín se lamenta; Pedro llora
amargamente; Cristo experimenta lo que es "gran clamor y lágrimas"; y
todo esto por ser conscientes de la justicia de Dios, de la culpa del pecado,
de los dolores del infierno y de la destrucción. "Rodeáronme los dolores
de la muerte, me encontraron las angustias del sepulcro: Angustia y dolor había
yo hallado. Entonces invoqué el nombre de Jehová" (Salmo 116: 3, 4). Y en
otro lugar: "Mi mal corría de noche" (Salmo 77:2). Y también:
"Estoy encorvado, estoy humillado en gran manera, ando enlutado todo el
día" (Salmo 38:6). En todos estos ejemplos, y en muchísimos más que
podrían citarse, puede verse que la oración entraña una profunda conciencia
motivada, ante todo, por la experiencia del pecado.
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