El “cuartito
de oración” era una habitación pequeña entre las otras dos, que sólo tenía
cabida para una cama, una mesita y una silla, con una ventana diminuta que
arrojaba luz sobre la escena. Era el santuario de aquel hogar de campo. Allí, a
diario y con frecuencia varias veces al día, por lo general después de cada
comida, veíamos a mi padre retirarse y encerrarse; nosotros, los niños,
llegamos a comprender a través de un instinto espiritual (porque aquello era
demasiado sagrado para hablar de ello) que las oraciones se derramaban allí por
nosotros, como lo hacía en la antigüedad el Sumo Sacerdote detrás del velo en
el Lugar Santísimo.
De vez en
cuando oíamos los ecos patéticos de una voz temblorosa que suplicaba, como si fuera
por su propia vida, y aprendimos a deslizarnos y a pasar por delante de aquella
puerta de puntillas para no interrumpir el santo coloquio. El mundo exterior
podía ignorarlo, pero nosotros sabíamos de dónde venía esa alegre luz de la
sonrisa que siempre aparecía en el rostro de mi padre: Era el reflejo de la
Divina Presencia, en cuya conciencia vivía.
Jamás, en
templo o catedral, sobre una montaña o en una cañada, podría esperar sentir al
Señor Dios más cerca, caminando y hablando con los hombres de forma más
visible, que bajo el techo de paja, zarzo(Construcción de vigas entrelazadas con ramas y cañas usadas
para hacer muros, vallas y tejados.)
y roble de aquella humilde casa de campo. Aunque todo lo
demás en la religión se barriera de mi memoria por alguna catástrofe
impensable, o quedara borrado de mi entendimiento, mi alma volvería a esas
escenas tempranas y se encerraría una vez más en aquel cuartito santuario y,
oyendo aún los ecos de aquellos clamores a Dios, rechazaría toda duda con el
victorioso llamado: “Él caminó con Dios, ¿por qué no lo haría yo?”.
John
G. Paton (1824-1907)
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