PARA MANTENERME FIRME, DIOS TENDRÍA QUE TRABAJAR EN MÍ



Esther Ahn Kim, el poder de saber sufrir por Cristo

Esther Ahn Kim subía despacio la ladera hacia el santuario, sus estudiantes la seguían en silencio. La joven maestra de música sabía que cuando llegaran al lugar de adoración ella se vería forzada a tomar una decisión que cambiaría su vida. Los japoneses, que habían tomado el control de Corea desde hacía dos años, en 1937, obligaban a todos a inclinarse ante el santuario de su “dios sol.” El castigo por negarse era prisión, tortura e inclusive posiblemente la muerte.

En ese momento, Esther supo lo que haría. A pesar de que muchos cristianos habían decidido que una inclinación externa delante del ídolo era aceptable siempre que continuaran adorando a Cristo en sus corazones, Esther no podía hacer tal compromiso. No se inclinaría sino solamente ante el Dios Verdadero. Era muy probable que su desafío a los caudillos japoneses conllevara tortura y prisión, pero Esther decidió que no viviría su juventud para sí misma. La ofrecería totalmente a su Príncipe, Jesucristo. Elevó una oración en silencio delante de Él. ‘Hoy, en la montaña, delante de la gran multitud, proclamaré que no hay otro dios sino Tú’, declaró.

El grupo de Esther fue el último en llegar al santuario. Se había reunido una gran multitud, de pie, firmes, respetando las líneas, temerosos de moverse debido a las crueles miradas de los policías japoneses. El corazón de Esther comenzó a palpitar temeroso por lo que estaba a punto de hacer. La invadió una sensación de desasosiego y en silencio repitió el Padre Nuestro, una y otra vez. Oraba, “Señor, ¡soy tan débil! Por favor ayúdame a hacerlo – estoy defendiendo Tu Nombre, guárdame.”

“¡Atención!” se oyó la voz imponente de uno de los oficiales. La multitud estaba de pie en silenciosa sumisión. “¡Nuestra más profunda reverencia a Amaterasu Omikami!” Cuando el oficial gritó las palabras, todo el grupo inclinó la mitad de su cuerpo, solemnemente haciendo reverencia frente al santuario. Esther fue la única que permaneció de pie, mirando hacia el cielo. El temor y la incertidumbre que la invadieron apenas unos minutos antes, habían desaparecido. La inundaron, la tranquilidad y la paz. Había hecho lo que sabía que Dios quería que ella hiciera.

Durante el camino de regreso a la escuela, Esther continuó su diálogo con Dios. “He hecho lo que debía hacer” le dijo a Dios. “Ahora, te encomiendo el resto a Ti. Hoy morí en esa montaña –ahora solamente Tú eres quien vive a través de mí. Dejo todo en Tus manos.”

Cuando Esther regresó a la escuela, la esperaban cuatro detectives. Años de intenso sufrimiento por el Señor estaban a punto de iniciar. Pero ese día algo le sucedió a Esther frente al santuario, algo que la cambió por siempre. Ya no temía lo que pudieran hacerle los hombres; su vida era solamente una herramienta en las manos de su Señor.

Tomando su cruz

Durante varios meses, Esther vivió escondiéndose. Sabía que solo era cuestión de tiempo que la encontraran y apresaran por haberse rebelado contra los japoneses. Pero en lugar de encogerse de miedo y preocupación por lo que podría traer el futuro, decidió preparar su corazón y su cuerpo para sufrir por Cristo.

“Sabía que en mis propias fuerzas resultaría imposible guardar mi fe,” escribió Esther más adelante. “Para mantenerme firme, Dios tendría que trabajar a través de mí.”

Meses de preparación diligente y fiel –ayuno, memorización de las Escrituras, incansable oración y entrenamiento para soportar las condiciones más adversas- transformaron a Esther de una joven frágil, débil, vacilante, en una embajadora de Cristo valiente, confiada. En lugar de temer ser torturada, enfrentaba esa posibilidad con valentía, en el poder y la gracia de Dios.

Esther sintió que Dios la llamaba a salir de su escondite y proclamar valientemente la verdad del Evangelio entre los japoneses. Sabía que había muchas probabilidades de que esto ocasionara su muerte, pero estaba decidida a seguir al Cordero adonde Él la dirigiera.

Su posición valiente por Cristo provocó que pasara seis años horripilantes en una prisión japonesa. Durante ese tiempo, aunque su cuerpo se debilitaba con el sufrimiento, ella brillaba con amor sobrenatural hacia sus perseguidores y sus compañeras de prisión. Aún en medio de la tortura, se rehusaba a negar el nombre de Cristo. Su asombroso ejemplo de “sufrir dificultades como buen soldado de Cristo” trajo al Reino a muchas que no habrían tenido la oportunidad de escuchar el Evangelio de otra manera.

Luego de su liberación, la historia de su encarcelamiento y fe inquebrantable se convirtió en el libro de temas religiosos, de mayor venta en Corea, inspirando a millares a permanecer firmes en su fe.

En una ocasión, en la prisión, cedió su escasa porción de alimento por varios días a una mujer sucia, demente, sentenciada a muerte por haber asesinado a su esposo. En lugar de sentir repulsión por la mujer, al igual que las demás prisioneras, Esther oró incansablemente por ella, sacrificándose para alcanzar el corazón de la mujer. La mujer murió en su sano juicio, habiendo conocido a Jesucristo, y con una esperanza y un futuro.

Tal sacrificio y sufrimiento personal por causa de Cristo, solo es posible a través de la gracia sobrenatural de Dios. Solo alguien que verdaderamente ha rendido todo para seguir a Jesús puede rebosar tanta gracia al enfrentar tales dificultades.

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