Comprendiendo A.B. Simpson su gran amor y el deseo de ir y comprendiendo también que era imposible que fuera, trató con tacto el asunto. Le habló en términos suaves e inspiradores acerca de cómo podía ella ser una verdadera misionera allí en la ciudad de Nueva York donde vivía. Sofía usaba los tranvías como el medio del transporte para ir al trabajo. Cada tranvía tenía un conductor y un guarda; ella podía hablarles de Cristo. No era fácil hacerlo en una ciudad grande con tanto tráfico y donde había poco tiempo para tratar los asuntos solemnes y sagrados del alma y su Dios.
Sin embargo, al día siguiente, Sofía empezó la obra personal. Una obra que dio frutos para vida eterna. Porque cuando Sofía fue llamada a la presencia del Señor unos años más tarde había un sector del tabernáculo reservado para los obreros de la compañía de tranvías que deseaban hacer acto de presencia en la reunión conmemorativa.
Cuarenta conductores y guardas entraron reverentemente para tomar sus asientos. Todos ellos habían sido ganados para Cristo por la humilde lavandera. Sofía había sido en verdad una misionera.
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