A mediados del mes de julio de 1719, el comandante James Gardiner (1688-1745) había pasado
la tarde del día de reposo con cierta compañía jocosa, y tenía una
desafortunada cita con una mujer casada, a la que asistiría exactamente a las
12:00 de la noche.
La compañía se separó alrededor de las 11:00, y —al
considerar inconveniente anticipar la hora determinada de la cita— Gardiner
entró en su habitación para matar el tedioso tiempo con algún entretenido libro
o de alguna otra manera.
Sucedió que muy casualmente tomó en sus manos un
libro religioso que su buena madre, o su tía, había introducido en el interior de
su maleta sin que él lo supiera y que se titulaba Arrebatando el cielo con
violencia o El soldado cristiano escrito por el Sr. Watson. Y decidió hojearlo
debido a que por el título se imaginó que había de encontrar en el mismo
algunas expresiones espiritualizadas de su propia profesión de manera que le
harían divertirse un poco.
Sin embargo, mientras sostenía en sus manos el libro, su alma recibió
una impresión —solo Dios sabe cómo— que trajo consigo una serie de
consecuencias de la mayor importancia y dicha. […]
De repente le pareció ver
un destello de luz poco común caer sobre el libro mientras lo leía, de lo cual
primeramente creyó que pudo producirse por algún accidente con la candela.
Pero al levantar los ojos, reparó, para su extrema perplejidad, en que delante
de él se hallaba, como suspendida en el aire, una representación visible del
Señor Jesucristo crucificado, rodeado de Su gloria. Y le pareció como si
alcanzara a oír una voz —o algo equivalente a una voz— que le decía: “Oh
pecador, he sufrido esto por ti, ¿y así me lo pagas?” […] Fue impactado de tal
manera con tan asombroso fenómeno que parecía que apenas tenía vida, ya que se hundió en su sillón y permaneció impasible en el mismo durante algún
tiempo. […]
Luego se levantó preso de un tumulto de sentimientos y se puso a caminar
de un lado a otro por su habitación hasta el punto de estar próximo a
desmayarse, en una indecible estupefacción y angustia de corazón, al
considerarse a sí mismo como el más vil monstruo en la creación de Dios. […]
Esto continuó hasta el mes de octubre siguiente, cuando sus terrores se
convirtieron en un gozo inefable.
—Philip Doddridge (1702-1751)
Fue ministro congregacionalista, profesor y escritor de himnos
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