LA CADENA FATAL



Cierto capitán iba un día por la playa donde desemboca un río en el mar. Iba pensativo sin preocuparse en lo más mínimo de sus pies. Así que no se dio cuenta que se extendía una fuerte cadena de hierro a través del sendero que seguía. Uno de los extremos de la cadena estaba fijo en una pesada ancla, el otro en una roca.

Yendo ya de prisa y con paso firme, engolfado en sus pensamientos, dio con el pie en uno de los eslabones con tan mala suerte que, al querer retirarlo, todo esfuerzo era inútil. Pidió auxilio el capitán y se apresuraron unos hombres a ayudarle.

Hicieron lo posible para sacar el pie del eslabón, pero ya se había hinchado de modo que nada se consiguió. Pues, ¿qué hacer? El caso urgía porque estaba subiendo la marea.

Corrieron en busca de un herrero para que viniera a cortar el eslabón. Vino el herrero, pero descubrió que sus herramientas no servían para el caso, y hubo de volver por otras. De vuelta al desgraciado, halló que el agua ya había subido tanto que le llegaba a la cintura.

El único modo de salvar la vida del desesperado era amputarle la pierna. Se buscó a un cirujano, que vino a toda prisa al punto de la desgracia. Gritaba agonizando ya el capitán, ¡Apresúrese, apresúrese, sino será tarde!

El médico saltó a un bote que le llevó veloz al pobre que difícilmente podía sostener la cabeza por encima de las olas.

¡Tarde!, gritó el médico. Una ola formidable se lanzó sobre el preso, se oyó un grito espantoso y… todo acabó. Las olas se lo habían tragado.

Esto no es un cuento. Es una historia verídica. Es un hecho que tiene su aplicación espiritual a lo que diariamente estamos observando. El enemigo de las almas tiende sus cadenas, coloca sus lazos y uno y otro queda cogido y se pierden alma y cuerpo.

¿En qué te ha cogido a ti? ¿Acaso en juego, embriaguez, en las pasiones carnales o en otro pecado?

Si es así, inútilmente llamas a tu socorro libertadores humanos.

No te queda otro remedio seguro que acudir arrepentido al que vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido, a Cristo Jesús, quien afirma de Sí mismo: “ASÍ QUE, SI EL HIJO OS LIBERTARE, SERÉIS VERDADERAMENTE LIBRES” JUAN 8:36.

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